Por
Lázara Ávila Fernández
Después de un amor
tempestuoso, talvez el mejor hasta hoy, me fui a vivir con Wilfredo, uno de los
seres más repulsivos de la Tierra.
Cuando nos dejamos conocí a Antonio. Él pasaba mucho rato, en el zaguán
del vecino y desde allí me contemplaba. Sus ojos saltones de sapo no me perdían
ni pie ni pisada. Tenía la piel muy curtida por el sol y casi nunca iba bien
vestido. Un día se me acercó y me trajo un regalo raro. Me dijo que lo había
encontrado en un charco cercano, poco profundo al que acostumbraba a ir muy
seguido.
Yo no quería
aceptarlo, pero, sus ojos me dominaron y como una estúpida de pronto me vi
dando las gracias.
Aquello fue
suficiente para que esa misma noche se metiera en mi cama. Creo que fue el
destino que nunca ha sido muy misericordioso conmigo.
Afuera las ranas
croaban haciendo una algarabía inusitada. Dije algo al respecto y el solo se
limitó a contestar:
—No le hagas caso.
Como a la semana ya
había recorrido con él todos sus charcos favoritos. Mi piel comenzó a curtirse
y empecé a sentir adicción por meterme en el agua para tener sexo con él. El
líquido debía estar un poco más arriba de mi cintura para que yo me sintiera
satisfecha.
Antonio era un vago
habitual, se alimentaba de lo que conseguía en los lodazales. Tenía
predilección por una avecilla blanca y pasaba largas horas
esperando a que esta cayera en las trampas que él minuciosamente preparaba para
capturarlas.
Un día quise
escapar de todo. Lo había visto muchas veces comiendo a hurtadillas trozos de
carne cruda. Sus ojos saltones se volvían muy pequeños mientras destripaba a
las aves. Los cerraba luego para deglutir con extremado placer las vísceras aun
calientes. Pudo más mi repulsión hacia
aquel ritual que la adhesión que estaba sintiendo por él.
Entonces fue que
decidí quemarlo vivo. Pero, no lo hice. Se había quedado dormido y me las
arreglé para juntar mucha ropa a su alrededor. Su ropa y la mía. ¡Toda junta
haría una pira extraordinaria! En el
último instante decidí irme y dejarlo. Coloqué a su lado el extraño regalo que
me había dado aquella vez, para que cuando despertara se diera cuenta de que
todo había terminado. Detestaba sus festines, el olor a sangre. No quería saber
más de eso, quería recobrar mi piel suave y no tan quemada por el sol.
Salí tratando de
hacer el menor ruido posible y caminé, caminé toda la madrugada. En aquel
pueblito oscuro, lleno de tanta miseria no había otra opción que no fuera
caminar.
Caminé con la
certeza de que escapaba de algo sobrenatural. Tres días después la guardia me
encontró. Dijo que yo tenía un crimen pendiente. Pero no, no es así. Ellos
están equivocados. No tuve nada que ver con la muerte de Antonio.
Hay una abogada que
me está visitando. Dice que vino porque ella se dedica a defender casos como
los míos. Al principio no la entendí
bien. Me contó de manera confidencial que no habrá juicio y que el gobierno
tratará a toda costa de ocultar el asunto. Ese es el motivo por el que ha
tomado mi caso. No debería estar presa si todos van a callar.
Ella exigió los
resultados de la autopsia, los hologramas que le hicieron al cuerpo cuando lo
encontraron, el resultado de los laboratorios. Dijo que fue escalofriante.
Antonio tenía en su cuerpo unas manchas rojas muy profundas y oscuras. Pero, lo
peor fue dentro. Su caja torácica reveló
un esqueleto no humano.
Hoy la estoy
esperando con desesperación. Hoy hace ocho meses de aquella primera noche en
que me acosté con él mientras las ranas alborotaban afuera. Unos moretones han
comenzado a cubrirme, y siento unas ganas terribles de cazar. Mi repulsión por
las vísceras y la sangre ha desaparecido. Desde hace dos días no he parado de
hurgar en una de las esquinas de la celda y ya he atrapado a más de un bicho
devorándolos hasta el final a pesar de las miradas de asco de mis compañeras.
Hasta me parece que
fui injusta con Antonio. Ahora entiendo su gusto por aquella avecilla y el
verdadero significado de su regalo.
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