Capítulo 3
Vivir o morir. Segundo
soliloquio
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Imagen Dassel Pixabay.com |
No debí sobrevivir
aquello, pero el instinto de supervivencia fue mayor que mi mala suerte. Cuando
pensaba que ya no podía más se apareció de nuevo la luz, la mujer con su corona
de oro y el precioso querubín. Él comenzó a sonreírme. Sonreía como si fuera un
sol y la mujer, bueno, ella solo me miraba a los ojos, buscando dentro de mí
algún indicio de vida… Puso al chiquillo sobre las aguas, sobre una yagua
flotadora y se me acercó lo más que pudo para darme boca a boca. Pero, yo me
resistía. No quería, definitivamente no quería vivir. Estoy convencida de que ni
siquiera tenía una idea exacta del daño que me había causado Jacinto, pero no
quería seguir viviendo. Recuerdo que el querubín comenzó a echarme agua. Con sus manitas vapuleaba, constantemente, en la corriente, sin parar ni
un segundo y las gotas comenzaron a mojarme la cara, él no dejaba de sonreír…
de mirarme con aquellos sus ojitos oscuros, empequeñecidos por la picaresca
mueca de su boca y yo dejé, dejé que lo que tuviera que ser pasara.
Cuando desperté estaba
en una habitación con Jacinto. Él caminaba de un extremo a otro dando pasos
nerviosos. Al darse cuenta de que había abierto los ojos se me acercó y me
dijo:
—Ahora podemos llamar a tu madre y decirle que estás bien. Todos te están
buscando.
Me quedé horrorizada,
busqué a la mujer, al querubín y nada: ellos no estaban allí. De nuevo estaba a
merced de este hombre. Temblaba. Mi cuerpo no podía contener los temblores. Él
llamó a su mujer y le dijo:
—Felicia, ven, ya se
despertó. Avísale a la madre, dile que está bien y que se va a quedar unos días
aquí con nosotros hasta que se recupere.
Lo que estaba
escuchando era la peor pesadilla de mi vida. Me iba a costar entenderlo, pero
fue eso, una pesadilla terrible. Después vendrían otras, pero ninguna como
aquella. Yo solo tenía once años cumplidos. Y a esa edad era demasiado pequeña
para entender que aquella noche el destino escrito para mí, estaba ahí, justo
ahí y que no había manera de que fuera diferente.
Mi madre llegó, me
abrazó. Me preguntó “¿por qué lo hiciste?”. ¿Qué te falta? “En medio de la
pobreza de doy to”. Y yo me eché a llorar. No podía decirle… Allí estaba plantao
enfrente de todos, “mi salvador”. Y cuando Jacinto le dijo que me quedaría
en su casa, por unos días, mi madre casi que le besa la mano en agradecimiento.
Dispusieron para mí una
habitación que daba al fondo, tenía unas ventanas muy amplias y unas cortinas
de una tela muy fina, preciosas. La mujer de Jacinto se encargó personalmente
de acomodar aquel cuarto y de colocar mis escasas pertenencias en un armario,
grande, de roble. El armario tenía un espejo inmenso en la puerta. Y la cama
era algo que, en toitica mi existencia, nunca había visto. Sábanas
blancas, perfumadas… paredes blancas, recién pintadas… Y Jacinto en las mañanas
que me llevaría a partir de ahí todos los días a la escuela… Ni sé, cómo es que
mi madre pudo ser tan tonta, cómo es que la mujer de aquel pudo hacerse la de
la vista gorda, para no ver, para no oír. No sé… todavía me lo pregunto,
todavía quiero encontrarle la explicación, pero, no, no la hallo y es terrible.
Es terrible que aquello me haya pasado.
Desperté como a las dos
de la madrugada. Me sentía mojada, y cuando a tientas conseguí encender la luz,
no pude evitarlo y tuve que gritar. Tenía mucha sangre entre las piernas y había
manchado las sábanas. Y ahí estaba Jacinto para socorrerme de nuevo. Su mujer
nunca despertó, tomaba unos medicamentos para dormir. Y no despertó ni esa
noche ni las que vinieron después cuando él llegaba de madrugada, muy borracho
y a la primera persona que buscaba era a mí.
Tenía que dormir
desnuda. No podía abrir la boca porque siempre me la cubría con una de sus
manos mientras me penetraba una y otra vez, hasta que el cansancio lo vencía y
se quedaba dormido. Había un gallo que comenzaba a cantar como a las tres de la
madrugada. Justo a esa hora Jacinto
recogía sus pantalones y se iba al cuarto donde dormía la mujer. Al principio,
cuando él se iba yo me quedaba llorando.
Después, simplemente me acostumbré a aquello. A levantarme en las
mañanas como si no pasara nada, a prepararme para la escuela como si tampoco
pasara nada. Subía al caballo y él ni siquiera me tocaba. Cuidar de las
apariencias era algo muy importante, pero eso lo entendí después, mucho
después.
Se ocupó personalmente
de alcanzarme unas almohadillas sanitarias. Me dijo que me bañara y que él se
encargaría de cambiar las sábanas de la cama y me explicó que a partir de ese
momento “tendría la regla, todos los meses”.
—Si alguna vez te
falta, tienes que avisarme y no le digas a nadie. Solo a mí…—me dijo y salió
del baño, sonriéndose.
En la habitación
contigua, su mujer dormía, ajena a todo o tal vez haciéndose la que dormía.
Los hospitales a veces
son solo piedra fría y verde donde la vida de la gente puede agotarse en un abrir
y cerrar de ojos. Anacleta ha conseguido incorporarse un poco sobre el respaldar
de su cama. Donato le arregla unas almohadas y la mira con ternura. Después,
busca un peine y comienza a desenredarle el pelo con suavidad. Ella ha cerrado
sus ojos.
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