Capítulo 4
Felicia, la señora de un poquito más arriba
Las madrugadas siempre eran largas para la
mujer. Ella se había casado con Jacinto como parte de un trato hecho entre su
familia y la del hombre. De no haber ocurrido aquel matrimonio forzado su padre habría
perdido las tierritas fértiles por las que cruzaba el río de Barrancones y que
habían quedado literalmente en medio de las posesiones de Jacinto. El
matrimonio arreglado sirvió también para amainar las deudas del Viejo, quien apenas
conseguía mantener en pie la economía familiar después de años de litigio por
aquel pedazo de suelo.
Felicia, hija única, recién acababa de cumplir
los quince y Jacinto ya andaba en sus treinta. Sin embargo, el sacrificio fue
en vano, porque poco después de la boda, el Viejo quedó atrapado en una crecida
del río y murió ahogado. Su cuerpo fue encontrado a los tres días, río abajo y
los buitres habían dado parte de él. Fue
una visión horrible que aun cuando el tiempo ha transcurrido no consigue
olvidar. Se volvió frágil, mucho más
frágil de lo que ya era. Y comenzó a ver visiones en las noches… y a no querer
nada con el marido. La madre, que para ese entonces vivía con ella, en la casona,
se dio cuenta de lo que estaba pasando y más de una vez, antes de morir le
dijo:
—Se te va a ir con otra, no te busques lo que
no tienes que se te va a ir con otra.
Y a Felicia ¿qué le importaba? Ella no
soportaba al hombre sudoroso, con olor a bueyes encaramado encima de ella y con
un apetito sexual insaciable. No lo toleraba, por eso cuando ya no le quedaba
otro remedio abría las piernas y lo dejaba hacer. Cuando su cuerpo respondía con
un orgasmo a la fricción ella quería desaparecer de la faz de la tierra y se sentía
avergonzada por aquello que no podía controlar. Llegó a tener hasta tres orgasmos
indeseados en una misma noche que la dejaban perpleja y humillada. Después que todo terminaba se apartaba lo más
que podía del hombre, y se hacía la que dormía profundamente. Eso fue en los
primeros años del matrimonio. Luego de más de cinco abortos involuntarios comenzó
a rechazarlo con mayor vehemencia y a quejarse de insomnio. Consiguió una cita
con uno de los doctores más prominentes del pequeño pueblo, para ser más específico
con el único doctor en varias leguas a la redonda, y este le recetó una pócima
para que pudiera dormir y se esforzó en explicarle al marido que “aquella histeria”
pasaría pero que debería darle tiempo a que se recuperara de las pérdidas de
sus embarazos.
De aquello Felicia sacó el mejor partido
posible y poco a poco consiguió que el marido se alejara y la buscara menos. Sin
embargo, cuando llegaba borracho la obligaba a satisfacerlo y la verdad es que cuando
Jacinto quería sexo no había mucho que ella pudiera hacer para no otorgárselo y
tampoco para reprimir sus propios orgasmos por más que
ella aborreciera aquella respuesta de su cuerpo o castigo de Dios.
Una tarde de julio demasiado calurosa y húmeda en
que estaba pastando a una de las vacas que necesitaba un poco más de atención debido
a una mastitis, sintió que se asfixiaba por lo que sin dejar de arriar al
animal se aproximó a una de las orillas del Barrancones para darse un chapuzón
y refrescarse un poco… Entonces lo vio. Vio a Jacinto con una de las hijas más pequeñas
de Joaquinito, el vecino. Sus tierras colindaban con las del marido. La
chiquilla tenía menos de quince años y si el padre se enteraba de lo que allí estaba
sucediendo de seguro que los machetes volarían por el aire y la cabeza de algunos
de los dos hombres iría a parar al suelo.
Espantada se alejó cuanto pudo para que Jacinto
no la viera, pero este sintió el peso de los cascos de la vaca sobre la hojarasca
y antes de que Felicia pudiera ponerse a salvo la alcanzó. Con la fusta del caballo
la detuvo y le dijo:
—Tú y nadie más que tú eres la responsable de
esto. Si sirvieras como mujer no tendría que hacerlo.
A partir de ese momento sus noches y sus días
se convirtieron en un verdadero calvario. Jacinto se volvió más exigente y se
incrementaron los orgasmos que la hacían
sentirse detestable y desleal consigo misma.
Cuando sucedió lo de Anacleta no le quedó más
remedio que callarse y soportar su carga. Corría el año 1960, ya ella había cumplido
los treinta y Jacinto estaba en sus cuarenta y cinco. Sintió pena por la chiquilla,
pero no tenía manera de enfrentarse al hombre quien ya había abusado de al
menos unas dos niñas más según su cuenta.
A la orden del marido preparó para Anacleta una
de las mejores habitaciones de la casona cuyos horcones se resistían a ponerse
viejos a pesar del paso del tiempo. Puso sábanas blancas y unos bellísimos
almohadones en la cabecera de la cama. Sintió mucho pesar por ella, pero el
silencio era su única alternativa. Jacinto después que la madre de Anacleta se
fue entró al baño y de ahí fue directo a “ver si la niña ya dormía”. Felicia sintió
un frío en el estómago porque sabía muy bien lo qué iba a suceder. Después de
beber un poco de agua y algo de la pócima que por años venía ayudándola a dormir
y de esperar por el marido durante unos minutos en la cocina sin que este apareciera
se fue a su cuarto. Se tapó los oídos con las almohadas y se cubrió de pies a
cabeza con una sábana. En la oscuridad, desde el guano alguien comenzó a hablarle
mientras que los tablones que separaban cada habitación comenzaron a replicar la
voz suplicante de la niña.
Esa noche Felicia no durmió. No logró conciliar
el sueño por más que en puntillas regresó a la cocina y se bebió lo que quedaba
de la pócima. La voz que le hablaba, en el caballete de guano le dijo muy
claro:
—La niña va a crecer y él se va a partir el cuello
de una caída del caballo. Solo tienes que sentarte a esperar.
Imagen de Małgorzata Tomczak en Pixabay
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