Juana María
estaba sentada en el portalito de su casa, mirando cómo caían las hojas. Su
desgano aparente era una mampara para el resto del mundo porque en realidad
estaba pensando en cómo sacarse el Premio Gordo de la lotería cubana: La
Bolita.
Un sueño
promisorio, una cábala mañanera la tenía pegada al piso caliente, sin moverse.
En la cocina los calderos vacíos. La
verdad es que llevaba tres noches sin comer porque no había nada que poner a la
candela. Su marido, Gilbertico, había subido a las lomas de San Cristóbal a ver
si encontraba una jutía que cazar, pero regresó con las manos vacías y un
hambre atroz que se evidenciaba en la lividez de su rostro.
El esfuerzo había
sido grande y por gusto. Y eso que allá en el pico de la loma vivía su amigo,
Everardo, pero nada de nada: ni jutía ni nada de nada para llevar a la mesa. Por
ahí fue que comenzó lo de ganarse el Premio Gordo. Del viaje le habían quedado
dos pesos y por más que ella se los pidió la respuesta no cambio:
—Que no, que esos
dos pesos los quiero por si entra algo a la bodega y tú sabes bien que no
cobramos la jubilación hasta el veintitrés y de aquí a allá se mata un burro a
pellizcos.
—Está bien,
después no te quejes, después no te quejes, —le dijo ella y se fue a sentar al
portalito.
La cabeza se le
quería romper en mil pedazos, el corazón le latía de forma acelerada y el
estómago le gritaba que ya no aguantaba más el hambre.
Resuelta y con
aquello de que «en mi casa quien manda es la mujer», se acercó sigilosa a
Gilbertico que de tanto cansancio se había vuelto a quedar dormido. Le registró
los bolsillos del pantalón, lo zarandeó de un lado al otro hasta que finalmente
halló los dos pesos hechos un rollito. A
toda carrera se fue a casa del bolitero, especie de banquero cubano. Faltaban
cinco minutos para que la lista cerrara. Y en menos de lo que canta el gallo,
ella sería la ganadora del Premio Gordo. Bueno del Gordo no, porque con dos
pesitos no se gana mucho, salvo que adivines un buen parle.
Con los dos pesos
en la mano y el número en la boca que tenía pensado jugar se paró delante de
Pepe sudorosa, indecisa, con miedo. Y no lo podía creer. La mano iba y venía
hacia delante y hacia atrás en un movimiento compulsivo, sin soltar los dos
pesos. Y a la boca no le llegaban las palabras para decir el número que quería
jugar.
Pepe casi que le
arrebata el dinero de las manos y la mujer de Pepe hasta se esforzó por abrirle
la boca con una cuchara sopera, llena de potaje de frijoles negros, pero Juana
María no reaccionó al estímulo.
Cuando treinta
minutos después llegó desde Miami la noticia de los números ganadores le dieron
convulsiones y tuvieron que llevarla al policlínico cercano; si no se hubiera encasquillao
ella se lo habría ganado, de ahí el casi síncope.
Horas después, ya
recuperada, no pudo encontrar los dos pesos, los había perdido en medio del
patatús que le dio, entonces pensó en el marido que no la iba a perdonar nunca.
Pero, la vida es
como es y los dos pesos se los encontró quien menos ella podía suponer:
—Mañana se los
pongo al treinta y ocho, que es dinero, porque a quien Dios se lo dio San Pedro
se lo bendiga —dijo Gilbertico, ajeno a los detalles de esta historia y
pensando que aun tenía, en el bolsillo, sus dos pesitos… Nada, que la vida
ya le dará una gran sorpresa.
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