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1986
Agosto es un mes caliente, pero ella se estremece de frío. Está en el
hospital a la espera de su segundo hijo. Aún no sabe que será una niña, pero está
convencida de que ese y no otro es el sexo del ser que está a punto de parir.
Un pujo más y por fin la cabecita del bebé se asoma. Es una niña. Raquel estuvo convencida de eso,
desde siempre. No la escucha llorar y pregunta inquieta:
—¿Por qué no llora mi niña?
—¡¿Cómo sabes que es una niña?! —ríe la doctora.
—Porque pedí una niña…
Las manos de la obstetra hacen lo suyo y la recién nacida, por fin, deja
escapar el grito que le lleva aire a los pulmones. Es bella. Está cubierta de
pelo. Ha venido al mundo con los ojos abiertos, unos ojos oscuros como los de
Paco. Raquel la había pedido como Blanca Nieves la del cuento infantil:
—“… de ojos tan negros como la noche, de labios tan rojos como la sangre…”.
¡Y ahí está su beba!
En los años ochenta no se hacen ultrasonidos. Los padres tendrán después la oportunidad de saber con antelación el sexo del bebé que está por nacer; aunque, siempre habrá quienes lo prefieran a la antigua porque disfrutan la sorpresa, sobre todo las primerizas. A Raquel le hubiera encantado saberlo. Cuando asistía a las consultas, junto a otras embarazadas se ponía a sacar cuentas, el año de nacimiento de ella, el de Paco y todo apuntaba a que vendría una hembra y allí estaba. No hubo error en sus predicciones. Tampoco en el color del pelo de la recién nacida ni en los deditos de las manos que ya se vislumbran con la huella del padre. Finos en las puntas, delgados. Y los ojos además de oscuros se abren y se cierran en perfecta armonía con las copiosas cejas.
I
El hospital es confortable y el trato no puede ser mejor. Recuerda que parió
a su hijo mayor en lugar sucio y con escasa iluminación; todo lo contrario de
este. Estuvo en trabajo de parto sobre un camastro maltrecho que se hundía bajo
su peso cada vez que tenía una contracción. Cuando pensó que las fuerzas iban a
abandonarla una mujer que se encargaba de la limpieza le brindó ayuda y fue a
buscar a la doctora que finalmente la atendió. La obstetra hablaba en su lengua
local y Raquel no la entendía bien. Fue difícil, pero a las pocas horas de
haber nacido el hijo una enfermera le avisó que Paco estaba allí, él le traía un
caldo de vegetales que había preparado para ella, para que la leche le bajara y
pudiera alimentar al hijo desde el primer momento. Raquel quedó prendada de
aquella delicadeza porque ninguno de los dos había pensado en eso, sin embargo,
él sí, él fue e indagó entre las mujeres que vendían frutas en el mercado y ellas
lo aconsejaron. Ellas le explicaron cómo hacer el mejor de los caldos para una
recién parida. Y Paco le alcanzó la vasija con el alimento por el hueco de lo
que aparentaba ser una ventana en medio de una puerta grande cerrada a cal y
canto para evitar el paso de los visitantes y que como es lógico solo daba
acceso al personal médico. Él no pudo
ver al hijo hasta que no les dieron de alta a los dos. En Cuba es diferente y
de haber estado con ella podría haber visto a la bebita, podría haberle llevado
flores y compartir juntos el momento. Pero él no está. Solo su cuñado, el
esposo de la hermana de ella que viene a visitarla y a decirle que el hijo
mayor está bien. Cuando se puso de parto ellos se encargaron de su cuidado; y
son en realidad las únicas personas con las que puede contar. Si la bondad
viene a la tierra con el rostro de alguien será con el de la hermana o con el rostro
de su cuñado. Los dos siempre han estado ahí para ella, con un cariño sincero e
incondicional. Tiene una amiga, más que amiga hermana, de estudios que cuando
se entere de que ha parido vendrá a buscarla para que se vaya a vivir con ella,
pero Raquel no aceptará. Se considera una carga y más ahora con otro hijo, con
otra boca que alimentar. Ella no puede hacerle eso. Debe ser fuerte y ser capaz
de lidiar con cada uno de sus problemas. Todavía no sabe de dónde va a sacar la
fortaleza que necesita para sobrevivir a la espera, pero lo va a conseguir. La
fe no va a permitir que su empeño se quebrante con nada. En solo veinticuatro
meses regresará la normalidad a su vida. Paco estará con ella para enfrentar
juntos cada desafío. Y si la suerte los acompaña van a poder verse muy pronto,
aunque sea por unos pocos minutos.
II
A los tres días sale de alta del hospital con la pequeña en brazos. La casa
la recibe con la hierba muy crecida en el patio y sin nada de comer en los
aparadores de la cocina ni en el refrigerador.
Tampoco tiene una cuna nueva y el pañal bordado con el que sacó a la niña
del hospital es prestado. Por tradición la gente saca a los recién nacidos
vestidos de amarillo, por tradición se bordan pañales y batas, pero la
canastilla cuesta. A ella no le alcanzó el dinero. No obstante, la abuela de
los niños por parte paterna, unos meses más tarde, le hará llegar unos
trajecitos desde Perú.
Le había pedido a su padre, al abuelo de la hijita, que le prestara dinero para
la cuna, pero la respuesta fue un no rotundo. Dijo que no tenía. Y es muy
probable que no tuviera, pero, alardeaba de tener, continuamente se jactaba:
—Yo sí que no fui a ninguna parte, pero tengo lo mío. ¡Lo mío está
garantizado!
En fin, pasó al hijo mayor a dormir con ella y a la nueva inquilina le
cedió la cuna de su chiquito. Son tiempos duros, mejores que los que vendrán
después, pero difíciles. ¿Quién está bien? Si se echa una mirada al vecindario,
la gente vive con casi nada, aunque no faltan los que presumen y hasta los que
envidian. Criar un cerdo, unas gallinas; eso no lo hace todo el mundo, solo
unos pocos. Más que todo los que tienen de dónde conseguir la comida para los
animalitos. Y la gente se gana la vida de diferentes maneras. Hay trabajo,
educación, salud... y también mercado negro, negocios ilegales, robo. Nunca
olvidará que el día en que regresó del hospital hubo un revuelo grande porque se
habían llevado presa a su vecina Magalis la que trabajaba de cocinera en la misma
escuela donde ella impartía clases. En los desperdicios de comida que
transportaba para alimentar a los cerdos le encontraron dos libras de jamón
sustraídas del comedor. Raquel había estado en su casa pocas horas antes de
ponerse de parto. Pasó a saludarla y para saber del mayor orgullo de la mujer,
de lo que no paraba de hablar con todos: una cría de puercos tremenda que
mantenía muy bien cuidados en el patio trasero de la vivienda.
—Esa ya está carga’ —le dijo Magalis señalando con el dedo índice a un
animal negruzco de escaso pelo y que rebuscaba insistentemente, con su hocico
húmedo, en una artesa de cemento.
Raquel supo lo que estaba sucediendo por Magdalena y Katia, dos mujeres del
vecindario que fueron las únicas que pasaron a saludarla y a conocer a la
recién nacida. Sintió pena por Magalis porque era una persona servicial y
dispuesta. ¿Cómo es posible que haya
caído en algo así? Son tiempos en los que cuesta asimilar ese tipo de conducta.
Son tiempos, que nadie sabe, presagian lo que vendrá después.
No obstante, nada va a empañar su regocijo. Ella está feliz y ansiosa por
instalar a la bebita y también porque van a traerle al hijo mayor que desde hace
tres días no lo ve. Además, sobre la mesita de la sala alguien ha colocado una
carta de Paco, al parecer para que pudiera verla nada más que llegara:
“En unos días amor, yo sé que solo faltan unos días para que nazca nuestra hijita. Yo como tú espero con infinita alegría ese momento y estoy convencido de que ese otro sentido tuyo activado que te hace suponer que es una niña no nos va a defraudar. Me encanta el nombre que has elegido para ella, solo siento una profunda angustia por no poder estar con ustedes. No tengo palabras para expresarte este dolor que nuestra separación me provoca. Pero, no te preocupes, todo va a estar bien y cuando menos lo imagines el tiempo habrá transcurrido y vamos a estar juntos para toda la vida. No lo olvides nunca, yo te amo. Te dejo un beso grande y un abrazo para ti y nuestros hijos”.
III
A los veintidós días de nacida la niña, Paco desfiló por el aeropuerto de
La Habana. ¿Cómo fue? ¿Cómo consiguieron verse? Aun Raquel no se lo explican. Él que preparó
ese viaje para ver a su madre que estaba enferma consiguió un vuelo con escala
en La Habana. Allí descendería por unos escasos treinta minutos. Ella decidida
y resuelta habló con cada uno de los oficiales y autoridades necesarias y
consiguió que le permitieran verlo.
—Parece una virgencita…, —dijo él y sostuvo a la recién nacida en brazos. Embelesado.
Los minutos corren a una velocidad extraordinaria. Es el tiempo que se la pasa jugando a lo imprevisto con los seres humanos. Que los obliga a mantenerse alertas, porque cuando menos se lo esperan y con el reloj tomando la delantera, ya se habrá escapado la posibilidad de entregar un beso, un abrazo, una caricia. Ellos se miraron largo pensando que podrían retener ese instante, que podrían llevarse al uno y al otro consigo. Que podrían morir si acaso no se estrechaban fuerte, aunque fuese tan solo con la mirada.
Y el avión salió.
A veces los milagros ocurren. Crueles. Desesperadamente fugaces,
desesperadamente escurridizos. Terriblemente inexpertos, confiados en demasía.
Ella se quedó con ganas de pedirle que no se fuera, él con la agonía de
dejarla, con la necesidad de abrazarlos, con la tristeza de la separación. Paco
subió al avión con la imagen de su mujer causándole una zozobra infinita.
Son las ocho de la noche de un domingo cualquiera y la conversación no se
detiene. Así llevan horas. Han sido dos años conversando todos los días después
de casi treinta de separación; después de que ella lo abandonara, tras cuatro
meses de haber estado viviendo juntos. Él ha regresado a su hogar, a los
trillizos, al trabajo de siempre, al amor de Norma. Ella aprende a vivir como
inmigrante, estudia inglés, trabaja, maneja. Trata de ser independiente… Mientras
el teléfono sigue siendo el mejor testigo de ambos. Después del teléfono, la
línea del tiempo que se traza en el rostro de ella y en la figura de él.
—Bebí tanto, sin parar, frenéticamente. No entendía por qué teníamos que estar separados, ¿por qué tanta
distancia entre tú y yo?
—Tenía que haberme quedado contigo…
—¿Lo hubieras hecho?
—Claro.
—Te hubiera llenado de hijos. —dice y se ríe.
Su risa para ella es un bálsamo. Olvida todo cuando lo escucha reír. Es
agua fresca en sus oídos, es una sensación que pensó estaba perdida y ahora
regresa.
—No me habría importado…
V
Raquel comenzó a trabajar cuando la hija menor aun no tenía los tres meses de nacida. Y aunque por ley tenía la posibilidad de disfrutar de una licencia de Maternidad se vio obligada por las circunstancias a reincorporarse antes al trabajo. A él le faltaban aun dos años de estudio para terminar su carrera universitaria y que pudiera reencontrarse con ella y tomar las riendas de la familia. Así que no podía ayudarla con nada ni siquiera con su presencia porque estaba a miles de kilómetros de distancia. Una distancia que solo las cartas intentaban desdibujar. Esa correspondencia era lo que los mantenía vivos a ambos:
“Los niños han crecido. Esta semana los llevé al especialista. Pero no te preocupes, todo está bien con los dos. Si hay algo que es bueno aquí es la atención médica. En ese sentido, me siento tranquila porque te imaginas los dos padecen de asma ¿qué me haría sin los doctores de aquí que entienden tan bien esa enfermedad? El trabajo es siempre lo mismo, las obligaciones de todos los días. Te extraño mucho y siento una necesidad inmensa de ti. No sabes cuánto te extraño. Cada vez falta menos para que nos volvamos a ver y edifiquemos la familia que hemos soñado. Confío en que va a ser muy pronto, en que el tiempo va a pasar rápido y que cuando venga a darme cuenta será como dices y vas a estar al lado mío. ¿Sabes de lo que tengo ganas? Tengo ganas de que nos sentemos a comer juntos. Servir la mesa, poner una tetera en el centro e ir tomando té mientras disfrutamos la cena. Cuéntame ¿cómo te las arreglas sin mí? ¿Qué estás comiendo? No andes por ahí sin bufanda que en este tiempo debe estar frío allá y luego te enfermas. Abrígate por favor y aliméntate bien. Cuando vengas te prometo que te voy a hacer ese natilla de chocolate que tanto te gusta. Te mando un beso grande y todo mi amor. Te amo. Un beso”.
VI
En la cama de Francisco no faltaron las mujeres. A la aeromoza y a otras las amó con vehemencia, con el fuego de la juventud y de la carne. Lo de Raquel fue veneración. Odio por saberla lejos. Rabia por sentirla ausente. Desesperación porque no eran los dedos de ella los que liaban su pelo en medio de la noche:
“Te amo Raquel, quiero que
sepas que te amo y que te extraño mucho también. Esta agonía ya es demasiado.
No veo el momento en que pueda encontrarme contigo y con los niños. Ya estoy
preparando todo para la defensa de mi título. Recuerdo cuando recibiste el tuyo
y estabas muy nerviosa. Mandé a hacer una foto grande de nosotros dos ese día. Voy
a llevarte esa foto. ¿Te acuerdas? Vestías ese traje rojo que me gustó tanto.
Fuiste la graduada más bella y hermosa de toda la universidad y por si acaso no
te lo dije en aquel momento, parecías un ángel caído del cielo. Estabas
radiante. Tan feliz, que me contagiaste tu alegría. Me sentí muy orgulloso. ¡Si
pudieras estar conmigo el día de mi graduación! Y no te preocupes, me estoy
alimentando y cuidando para ti. Te amo, no lo olvides nunca. Yo te amo”.
VII
A Raquel la escuela le quedaba lejos, a unos dos kilómetros que recorría a
pie todos los días. Lloviera, tronara o relampagueara hacía el camino hasta la
escuela. Allí había comenzado a dar clases. Consiguió dos trabajos más.
Significaba que no había descanso ni siquiera los fines de semana porque los
dedicaba a coser mosquiteros. Le pagaban a unos once centavos cada pieza. Pero,
era mejor que nada. El litro de leche liberado, -sin restricciones de ningún
tipo-, costaba unos sesenta centavos y tenía que comprar, al menos uno, porque
la leche que daban por la tarjeta de abastecimientos no le alcanzaba. Así, que
cuando terminaba seis mosquiteros tenía para un litro de leche. En el otro
empleo el salario era algo mejor, allí tenía un contrato por horas dando clases
a adultos.
Seis meses atrás, cuando llegó a la casa paterna, en el refrigerador había
mucha leche y yogurt hasta que comenzaron los insultos y las ofensas:
—Dile a ese vago que te preñó que te lo compre.
El preludio de los apagones y las miserias que vendrían más tarde, durante
el Período Especial, ella lo tuvo ese año, después que nació la hija. Cada vez
que el padre se enojaba quitaba la luz o cerraba el fogón de gas o le gritaba
que aquella no era su casa.
—Ni corriente ni fogón. ¿Qué te parece? Si no te conviene te vas. Esta es
mi casa y aquí hago lo que me dé la realísima gana. Si te gusta bien y si no
también, —le vociferaba delante de cualquiera. Sin mucho reparo. Era que no
podía asimilar que ella se hubiera convertido en una mujer adulta. En una mujer
independiente capaz de trabajar, de tener si no el mejor, al menos un empleo
decente. O era tal vez la vida que había llevado antes, mucho antes, cuando era
un niño. Su infancia había sido difícil en medio de una pobreza tan cruda, con
un padre tan déspota, que puede que esa haya sido la razón de su trato áspero y
falta de cariño. Muy pequeño escapó de la casa cansado de las golpizas que le
propinaban. A partir de ahí anduvo viviendo en las calles durante muchos meses.
Después recorrió casi todo el país con un circo donde le dieron trabajo como utilero
o “cargabates” hasta que por suerte o quién sabe si por desgracia un amigo de
la familia lo reconoció y allá fue a contarle a los mayores de su paradero. Don
Casimiro se montó en una mula y fue a buscarlo. Lo trajo a rastras y a golpes
lo regresó a la casa donde la madre hincada de rodillas ante la imagen de San
Nicolás, el santo patrono de los niños imploraba protección para el hijo
ausente.
De su triste relación con el padre, Raquel le contó muy poco a Francisco;
para qué llenarlo de preocupación si él estaba lejos y solo serviría para
perturbarlo en sus estudios.
Se dedicó a trabajar. Trabajaba para estar fuera de la vista del padre y de
sus humillaciones; y claro para tener con qué pagar la luz y el gas y la comida
y las compotas de los niños. En realidad, el trabajo se convirtió en un escape
a su situación en todos los sentidos. Así tenía menos tiempo para pensar, menos
tiempo para angustiarse, aunque a veces su empleo como profesora era demasiado
demandante, sobre todo cuando sus hijos enfermaban y a ella no le quedaba otra
opción que faltar:
—Mi hijo estaba enfermo; yo no estaba tomando cerveza en la pipa. ¡Estaba
enfermo!
Esa era su respuesta. Era una batalla campal por sus derechos. ¿Cómo era
posible que no se pudiera valorar que era una madre de familia prácticamente
soltera? Y que cuando se ausentaba era porque tenía que velar por los hijos. O
cuidaba ella por ellos o los cuidaba. No era una disyuntiva. Era su derecho cuidar
de su prole. ¡Ni que le pagaran por ausentarse!
¡Cerveza en la pipa! Sí, que los cubanos tenían más que merecido el
refrescar de aquellos calores insoportables con una “buena fría”. Nada en
contra de eso. Que hay quienes defienden hasta las bondades divinas de la
cerveza. Dicen que contiene ácido fólico, un ligero porcentaje de carbohidrato,
minerales por lo que es nutritiva, además, previene contra el infarto. El
silicio que contiene la cerveza pudiera proteger contra el Alzheimer, ayudar en
el asunto de la densidad ósea y mejorar los síntomas de la menopausia. Pero, había algunos “colegas” que se
escabullían e iban a parar a la “pipa”, sobre todo hombres. El administrador que
le llamaba la atención era uno de los habituales y ella lo sabía porque los
maestros lo comentaban.
—Yo no estaba tomando cerveza en la pipa —le restregaba en la cara al
hombre grande, fuerte que la miraba con mala voluntad.
Era su manera de defenderse y rebelarse contra lo que consideraba una
injusticia hacia su persona.
El cubano ha tenido muy poco contacto con la droga dura, sin embargo, no se
puede decir lo mismo cuando se habla de bebidas alcohólicas. Muchos son los
hombres y mujeres que han sufrido las severas consecuencias de la adicción. Y
ni en época de vacas flacas dejaron de conseguir qué beber. Después da tristeza
mirar a cualquier parte y ver a los borrachos consumiéndose.
Para qué contarle a Paco de los sinsabores en su trabajo, para qué
atormentarlo con aquellos males de “oficina”. No tenía sentido hablarle de lo
que ocurría en la escuela ni mucho menos de la poca armonía que encontraba
junto a los suyos. En la casa vivían además dos hermanos y el padre. La
maravilla de la convivencia en dos habitaciones, un baño, una sala y una cocina-
comedor.
De madrugada, el menor de los hijos sufría crisis de asma. A los once meses
de nacida, la hija también empezó a enfermarse de aquello que te quita el
aliento y te deja sin aire. Y te hace salir corriendo por las calles desiertas
con un niño a cuestas y al regresar con otro. La madrugada se convierte en un
ir y venir al policlínico cercano. En un esperar angustioso a que pase la
crisis. A que el medicamento haga efecto. Y los niños gritan, aunque los
doctores y las enfermeras sean ángeles de la compasión. Los únicos ángeles
posibles en medio de un temporal de desamparo.
Sonreír y soñar era una utopía. Pero la fe se alimenta con poco cuando la
inocencia es la reina. La fe es una bandida vestida con traje de niña que hace
maravillas. Y te ayuda a creer que todo está bien, aun cuando el mundo ande
patas arriba.
VIII
El almanaque se las agenció para caminar, es junio de mil novecientos
ochenta y ocho y ya su hombre, su novio, su esposo y padre de los hijos acaba
de defender su tesis. Ya es ingeniero. Va a venir.
Han transcurrido dos años y medio desde que ella saliera de Moscú con carácter
definitivo hacia Cuba, y casi veinticuatro meses desde que lo viera en el
aeropuerto Internacional José Martí, durante unos escasos treinta minutos.
Las calles de La Habana y del pueblito donde Raquel vive se van a contagiar
con la risa de ambos, con el calor y el amor. Afuera, en el continente Viejo y
desde el Nuevo se están trazando los recovecos que van a obligar a que la
historia cambie su rumbo. Lo que hasta ahora es, dejará de ser. Bueno o malo,
pero, dejará de ser. El cambio que se avecina hará estragos inimaginables. Y la
gente de abajo lo va a sufrir tanto que van a dormir con hambre y despertar en calamidad.
Al menos en la Cuba socialista, donde no se arriarán las banderas se va a
sufrir. Ni hombre ni mujer ni cachorro de hombre lo sabe, aunque el omandante,
probablemente lo entrevea; ha estado al tanto de la perestroika y sus orígenes quizás por eso y por una mirada hacia
adentro del país es que ha decretado desde abril, en mil novecientos ochenta y
seis, el Periodo de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas. Buenas prácticas,
tal vez, pero, que no lo salvarán del mal ni de mal de ojo ni de mal de amores.
Ni de mal de historia tampoco.
La Habana permanecerá ajena todavía por algún tiempo; no sabe lo que le
espera.
Hay casas de La Amistad, tiendas casi repletas de todo de cuarta o tercera
categoría, pero repletas; el mercado paralelo funciona y se vive en escasez y
como pobre, pero se vive.
La gente todavía adquiere artículos electrodomésticos indispensables que
después van a desaparecer y a convertirse en especies raras en extinción porque
no habrá repuestos ni siquiera para las gomas de las bicicletas. Los
ventiladores serán rústicos hechos de motores de lavadora soviética o mejor
dicho del motor que impulsa la secadora de ese electrodoméstico. Habrá quienes
no tendrán con qué fabricarse uno. ¡Tanta será la pobreza! y sufrirán las
noches de sofocante calor y de apagones por venir, abanicándose con un cartón. Sobrevivirán
a la falta de piezas de repuesto solo unos pocos televisores en blanco y negro.
Los de a color, esos llegarán mucho más tarde, con las tiendas recaudadoras de
divisas. Los fogones serán de leña y de petróleo crudo. Un tubo de metal como
una caña brava se encargará de que el petróleo asuma la función del kerosene,
cuando la crisis esté pasando. Esa será la solución para los más afortunados.
Para otros será el cocinar con leña y para muchos ni eso. En la capital cubana,
sin embargo, habrá gas para cocinar, sus habitantes recibirán un gran batacazo,
pero nunca como en el interior del país.
Raquel no tiene idea de lo que está por suceder y pobre La Habana que no
sabe del aguacero de hambre y de infortunio que se le viene encima.
El cubano, definitivamente, sobrevive. A pesar de la perenne disputa entre
Montescos y Capuletos; y de la pobreza y del no arrancar la economía. La mayoría de la gente tiene trabajo, y gran
parte de sus hijos se han recibido como maestros, doctores, ingenieros,
técnicos, obreros calificados; y los hijos de sus hijos asisten a la escuela y
se augura que tendrán un porvenir brillante.
Es todavía el tiempo de las “vacas gordas”. De la leche condensada
“normada” para los niños a partir de los siete años; de las latas de galleta,
de la carne rusa, de la leche en polvo liberada en todas las bodegas. De la
carne de res una vez a la semana y también del pollo. Con cuarenta centavos te
compras un cartucho de galletas dulces, y con un peso cubano -todavía no ha
nacido el peso cubano convertible- te compras doce huevos; y eso y arroz blanco
con un aguacate de la mata del patio es comida. Es el tiempo de la libreta para
la ropa y para los juguetes. Aún se puede comprar un juguete por niño; no, en
realidad se pueden comprar tres juguetes por niño. Uno de ellos califica como
el básico, es decir, es el más deseado, el mejor. Las colas son largas para
conseguirlo y la gente se pelea por llegar primero al mostrador, pero las
criaturas no se enteran de esa odisea y tienen con qué entretenerse.
Es una época en que hay personas que viven de la costura y así mantienen
una familia. Todavía hay almohadilla sanitaria o algodón en las farmacias para
cubrir las necesidades de la mujer en edad reproductiva. Aun se vende
desodorante para aliviar los malos olores del cuerpo, nada sofisticado, pero
resuelve. Hay medicamentos. ¡Después, no habrá nada! Y la lista podría ser
infinita. No es un país perfecto, que nadie se lo imagine. Es un país muy
pobre, “eficientemente” pobre. Pero, es uno de los pocos lugares en el planeta
donde se puede caminar de madrugada sin el susto a que te asalten, aunque eso
no significa que no ocurra un atraco o el robo de unas gallinas, un escándalo o
una pelea a machete entre vecinos hasta por “chapita de lague”.
La ley será inflexible con quienes atrape robando o con cualquiera que
cometa un delito, el que sea o con aquel que se “enriquezca” de manera ilícita.
Es posible que solo tras la visita a Cuba del Papa Juan Pablo II, en mil
novecientos noventa y ocho de Benedicto XVI en dos mil doce se suavice algo.
Pero, eso está por verse.
IX
Ella fue hasta Quivicán y consiguió, en el mercado “negro” cubano, unos
metros de tela blanca de poliéster y se hizo un vestido para recibirlo. Lo
cosió ella misma. El borde de la falda era desigual, terminaba en picos que
adornó con una cinta muy fina de encaje que la revendedora le dejó a muy buen
precio. Arriba los tirantes dejarían ver los hombros, mientras que el corte en
la cintura permitiría que el cuerpo bien formado se luciera a su gusto.
Se preparó otro color beige al que le hizo unas bastas en el busto que
terminaba en un corte cuadrado y por último compró uno azul ya hecho, que
arriba cerraba en unos lazos.
Las revistas que una tía conservaba de antes de mil novecientos cincuenta y
nueve le mostraban los trajes de época que marcaban la figura femenina. Le
hubiera gustado hacerse uno de esos, pero no es tan buena costurera y tampoco están
de moda. A los hijos les cosió también ropa. Quiere que se vean presentables
cuando él llegue. Aunque, en realidad, lo único que verdaderamente desea es
desnudarse delante de él, a solas. Pero, el dinero no le da ni para rentar ni para
construirse una habitación independiente así que tendrá que conformarse y compartir
el mismo cuarto que sus hermanos e hijos con él. Además del calor y los
mosquitos, será una segunda luna de miel a lo cubano.
—No hay otro—respondió el hermano y con un martillo comenzó a darle fuerte
a la bola de cemento para que recuperara algo de su textura.
Con aquello, agua y algo de arena mal selló algunos huecos del piso de la
cocina y de la sala. Y como no le alcanzó para mucho más habló con la hermana y
juntas movieron la cama para tapar los del dormitorio.
Con un poco de cal viva y una brocha gorda blanqueó las paredes hasta donde
pudo. Fue difícil, porque cuando no hay con qué la tarea es dura. Lo de las
tablas que faltaban en la pared del cuarto, eso ya lo había resuelto tiempo
atrás con un pedazo de zinc y ahora una cama pequeña lo cubría.
El hermano mayor la ayudó con lo del techo, con el de la cocina que era el peor. Cuando llovía el agua caía a chorro empapándolo todo. No se podía estar en ninguna parte. Francisco llegaba en un mes lluvioso, en medio de una temporada ciclónica que ya había comenzado en junio y no terminaría hasta noviembre treinta. Las posibilidades de que un aguacero empapara toda la casa eran reales. Y los recursos de todos juntos eran insuficientes para solucionar el problema. Así que sin pensarlo mucho se trepó al techo y entre ella y el hermano pusieron unos cartones y movieron el papel que va debajo de las tejas. No fue mucho lo que resolvieron, pero quedaron satisfechos porque al menos lo intentaron.
Raquel se sentía dichosa. En lo más alto luchando contra lo imposible, pero
optimista. A lo lejos el lomerío se le presentó en diferentes matices adornado
por las nubes y la línea del horizonte. Ella se imaginó recorriendo las calles
del brazo de Paco y fue feliz. Por un instante supuso que el gorjear de unos
gorriones que habían hecho nido a un costado de la casa significaba un buen
augurio. Por ese motivo, le pidió al hermano que fuera cuidadoso y que no los
perturbara. Una sensación indescriptible la regocijó, a pesar del calor y del
esfuerzo que estaba representando todo aquello. Parecía que finalmente el sufrimiento
y la ausencia desaparecerían y que una nueva vida, un nuevo camino se abriría
ante ella y los hijos.
Hasta el padre se portó generoso y le trajo unas biajacas, pescadas en un
río cercano, para que las friera cuando el yerno llegara. Raquel las escamó y
limpió afuera, justo debajo de un naranjo que crecía en el patiecito posterior
de la vivienda. Les echó naranja agría y algo de sal. Las puso en el
refrigerador para que fueran adobándose y tener qué brindarle a su hombre
porque de seguro llegaba hambriento. Y aunque la pobreza tiene la cara pelada
de tanto ponerse delante de la gente como si no le importara o no tuviera nada
que ver con lo que sucede a su alrededor; nada enturbia la felicidad que a ella
la inunda en este instante.
Para Raquel lo único que vale es ir a recibirlo al aeropuerto. Es verlo
descender por la escalerilla y que las piernas le parezca que no la van a
sostener.
Eso es lo único que importa. Ni Montescos ni Capuletos, “que todos se vayan
a la jodida mierda”. —se dijo y abrió los brazos al universo. Feliz.
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