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La conversación
Capítulo I
(novela Condenados)
El siglo XXI es pródigo en avances tecnológicos. En realidad, nadie sabe
bien a dónde se va a llegar. ¡Tanta es la tecnología! Tantos son los avances
que al teléfono celular solo le falta una extensión que permita tocar al otro que
está del lado allá de la línea.
Por eso la conversación es en un tono bajo, como si cada uno de los
participantes estuviera hablando consigo mismo. Un hombre y una mujer son los
protagonistas. Ella se llama Raquel y está guarecida, al menos hoy, en una
posición privilegiada observando a los que vienen y van a la carrera, a ritmo de
tiempo que no aguarda. A veces también lo escucha mientras conduce haciéndose
la que comprende la carretera o mientras está sentada en el suelo de su
habitación donde se siente más cómoda y relajada. Todos sus sentidos están
puestos en la voz del hombre. Descifrar el qué y las esencias es la tarea de
ambos. Leer entre líneas lo que significa cada inflexión de la voz, cada pausa,
cada palabra, es un compromiso mutuo sin que haya mediado entre los dos ningún
acuerdo.
Él se llama Francisco, todos le dicen Paco… Tiene cincuenta y ocho años. La
piel sombría hecha cáscara y leña de tanto sol; sin una arruga en el rostro
porque como dice la madre: “a los indios de verdad no se les arruga la cara”.
De dónde habrá sacado doña Rosa esa idea, Francisco no lo sabe. Tal vez de
oírselo a la abuela cuando entre todos preparaban el chuño para garantizar la
comida del que viniera después. Para no pasar hambre cuando faltara el alimento
fresco. De lo que sí está convencido es de que por sus venas corre la sangre de
los ancestros a pesar de su alta estatura que no se enmarca con el estereotipo que
la mayoría tiene sobre los habitantes de la región donde nació.
I
Ella se acostumbró a escucharlo desde el principio. Cuando todavía los años
no eran más que un asomo de ingenuidad. Aquella que les permitió confiar y al
final les jugó una mala pasada. Se acostumbró a poner el oído sobre su pecho,
atenta a cada salto del corazón como si en el mundo no hubiese mucho más que un
latido, el de él. Así fue antes, así fue después muy a pesar de los ismos o de
lo que la gente se invente para sobrevivir a sus miedos. Al final, ella era una
más, con la diferencia de que por algún raro motivo lo escogió a él. Y cualquiera puede pensar que el amor tiene
el color de los años, pero, no, no es así. El amor no entiende de eso, ni de
buenas ni de malas experiencias. El amor es un ente anómalo tan despiadadamente
anómalo que se da, aunque sea un desierto donde eches la semilla, aunque falte
el agua, aunque falte el aire, aunque haya pasado el tiempo. Y los dos lo
saben.
En enero de mil novecientos ochenta y seis, sin más comunicación que la
esperanza de un papel traído y llevado por el misericordioso servicio de correo
postal de Cuba y de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se
dijeron adiós en un aeropuerto moscovita. Había teléfono que conste, pero no
como ahora ni como después… teléfonos y teléfonos, operadoras y operadoras.
II
La noche anterior había sido de los cuerpos aferrados al desafío de la
despedida. Ahora, mientras van destino a
la terminal aérea y pisan fuerte el hielo que sobre el asfalto se ha acumulado se
descubren inundados de fe.
La fe es una sensación tan placentera que no te deja ver los peligros del presente
ni del mañana. La fe te inunda suave, grácil y uno se deja llevar por ella
porque necesitas seguir respirando.
La terminal está repleta de gente. Las personas como en la torre de Babel
hablan hasta el cansancio en cualquier idioma. Afuera ha caído una capa de
nieve que deja ver casi todo blanco.
La fe sonríe a los amantes, al hijo. Y ellos se divierten con ella. Hasta
se les ocurre hacerle una broma:
— Estás… o embarazada.
— Loco —le responde ella.
La fe es sencillamente como un vestido nuevo. Uno imagina que jamás va ni a
romperse ni a ponerse viejo. Hasta ese día en que descubres que necesitas
reemplazarlo.
El vuelo está a punto de salir. Serán trece horas con escala en Canadá,
luego La Habana.
La nieve que se torna un poco más blanca no parece tan confiada como los amantes que se abrazan fuerte y ha de ser porque sabe como nadie lo efímero de la existencia. Caer, cubrirlo todo y luego
convertirse en hielo y agua sucia.
Los dos se quedan por un instante aferrados en medio del bullicio,
mirándose a los ojos, sin mucho más tiempo que el que permite el aletear de una
mirada.
Ella quiere atrapar lo oscuro de su pelo y llevarlo consigo, echar en la
maleta pequeña el cuerpo delgado del hombre, su risa y palabras. Él cierra los
ojos un instante y la retiene desnuda en su retina. Luego su mano la obliga al
abrazo. Y se funden los dos en una despedida tierna, alejados de la gente y del
embrujo macabro de los aeropuertos con sus historias de sueños truncados,
mentiras y verdades. Después, abraza al hijo que se ha quedado dormido y que no
despierta a pesar de que es un abrazo sentido, lleno de angustia, apretado. Lo
abraza sin decir media palabra, haciéndose el fuerte. Finalmente, él queda
atrás, en soledad, sin otra alternativa que no sea la de apurar el paso para
entrar en calor. Se ajusta la bufanda alrededor del cuello tapándose y mete las manos en el interior de los bolsillos del abrigo que ahora
le parece insuficiente. Un frío intenso se ha apoderado de él. Las manos le
tiemblan, los dientes le castañean sin control. Por fin llega a la residencia
estudiantil. Se emborracha.
III
La noche se le hizo larga a pesar del licor y de la compañía; una chilena, con
la que se topó en las escaleras y que se compadeció de la humedad de sus ojos.
Hablaron de todo, de la perestroika
que estaba asomándose como novia incómoda, del frío, del trolebús y de las
chispas que deja arriba en los cables. Hablaron de todo menos del dolor de él.
Una botella de vodka les hizo de concubina barata hasta que no quedó nada en el
recipiente. La habitación era como la mayoría de los cuartos en las residencias
estudiantiles: forrada en papel y fría a pesar de la calefacción y de
que las ventanas estaban prácticamente selladas para no dejar pasar al
invierno.
Él se dejó llevar, se dejó quitar la ropa; y luego le hurgó en el cuerpo con furia
a la mujer extraña como si no conociera lo que es el sexo. Como si con aquel
acto quisiera despojarse del dolor que la ausencia de Raquel le provocaba. Y es
que desde que la conoció supo que con ella todo sería diferente y que se iba a
enamorar y que la iba a maldecir por distante y que no iba a encontrar consuelo
al momento de la separación. Estaba borracho sobre la chilena y quiso tener a
la mujer que lo calmó siempre, pero ella no estaba.
Dos lágrimas le inundaron el rostro. Solo dos lágrimas. La chilena se hizo
la que no vio, y le dio batalla hasta que los dos quedaron sobre el lecho
rendidos por el alcohol y el sexo.
IV
Es enero de mil novecientos ochenta y seis. Tres días antes de su viaje el
transbordador espacial Challenger, se ha desintegrado a los setenta y tres
segundos de su lanzamiento. Era su décima misión. Sus siete tripulantes
fallecieron. Pero, en un mundo sin el desarrollo que hoy tiene Internet, la
noticia quedó relegada a cualquier plano, a pesar de que los telespectadores
quedaron atónitos al contemplar en vivo la explosión mortal.
La gente en el avión va confiada. No ha asomado su rostro ni Facebook ni
Instagram ni Twitter ni ninguna de las otras redes sociales que se disputan la
adicción de los seguidores. No hay videos virales, no hay selfies. No hay nada que tenga que ver con esta contemporaneidad de
banquetes expuestos y falsa alegría.
Nadie piensa en accidentes y puede que hasta ninguno sepa del suceso. La
mayoría de los que viajan son jóvenes que van de regreso a casa o de vacaciones
y lo único que les interesa es llegar a su destino. Raquel ya ha viajado en
avión en otras oportunidades de La Habana a Moscú. El aparato es confortable,
al menos esa es su percepción. La tripulación es cariñosa y ha estado pendiente
de que se sienta cómoda. Es posible que hayan notado la tristeza que la
embarga, pero nadie ha dicho nada. No hay preguntas indiscretas, cada uno va en
lo suyo. Los estudiantes beben ron, cantan canciones, hablan todo lo alto que
pueden. Ella no los escucha; solo tiene ojos y atención para el hijo que se
mira satisfecho y de vez en vez, en sueños, sonríe.
V
En el aeropuerto de Canadá está nevando, pero la nave aterriza sin
contratiempos. Ella le ajusta al hijo el abrigo. Lo confeccionó con sus propias
manos. El dinero era escaso por lo que recurrió a lo que la abuela le había
enseñado. Zafó un abrigo viejo. Y con un lápiz fue trazando la prenda que
necesitaba para el hijo. Una vez listo lo metió dentro. Manitas, pies, torso:
calientito. Solo la carita blanca y los ojazos negros quedaron fuera. El mundo
exterior es desafiante, pero, si él está caliente lo demás no importa.
Algunos biberones para el camino. Una manzana, que gentil trajo una
aeromoza.
Permanece una media hora en un salón de espera. Hay una pequeña tienda,
pero no puede hacer ninguna compra. Ella viaja sin un céntimo, aunque en
realidad no está de ánimos para comer nada. Conversa con el hijo y trata de no
pensar. Dos años y medio transcurrirán pronto y Paco y ella volverán a estar
juntos. El viajará en unos meses a su país de origen, Perú. Ella está tranquila.
No habrá nada que los separe. Ambos se aman. Solo eso cuenta.
La letra de una canción llega a su memoria y la tararea en su yo más íntimo
mientras regresa al avión y acomoda al hijo.
VI
Hace frío. A él le duele la cabeza de tanto vodka. La chilena salió
temprano de la habitación. Todo le parece una pesadilla. Mira a su alrededor y
se siente peor que la noche anterior. Está solo, demasiado solo. Es una soledad que espera pase pronto, pero
que duele. Se incorpora lento, indeciso. La vida tiene que continuar y él lo
sabe. Dos años y medio pasarán rápido, aunque tenga que repetírselo mil veces a
su cerebro de hombre. La chilena estaba guapa, una belleza de mujer. Pero, su
mujer es un ángel que un día cayó del cielo para enseñarle que la vida es mucho
más que una aventura. Que la vida es un camino largo, escabroso tal vez si lo
miras con miedo y dudas, pero si te levantas decidido a enfrentarla, la vida es
un regalo.
Paco no se puede quedar en Moscú. Debe regresar a la ciudad donde estudia para
hacerse ingeniero físico. No hay muchos letrados en la familia e ingenieros
menos. Su madre ni siquiera sabe leer y
el padre saca cuentas como por arte de birlibirloque. Si no hubiera sido por el
golpe de suerte que los sacudió él no habría viajado a estudiar a ninguna parte
y le hubiera tocado como al resto de sus hermanos enfrentarse a la pobreza o
quizás a la muerte de manera temprana como pasó con el menor. Una historia tan
triste que no quiere recordar.
Sin estirar la cama ni botar al cesto la botella vacía sale de la
residencia. Afuera el frío sigue siendo tan hostil como el día anterior. Saca
cuentas y supone que Raquel ya debe haber llegado a Montreal. Se sube al primer
trolebús que pasa y se enrumba a la estación. Allí deberá abordar un tren hasta
Ereván.
No lleva un gran maletín, solo sus recuerdos y una canción de despedida; un
mechón del cabello de ella y una herida abierta en lo más hondo, donde no
llegan los intrusos a mirar porque el alma no puede andarse mostrando o los
buitres acabaran con ella. Él lo sabe. No necesita haber vivido demasiado para
saberlo.
En Ereván se sentirá mejor, a pesar de que es allí donde están los
recuerdos. Se enfocará en sus estudios, en escribirle. Hará lo posible y lo
imposible para mantener esa unión. Pero, necesita hablarse claro. Al final del
camino no quiere sorpresas. Quiere sentir como ella el aroma de la fe, de que
todo va a estar bien. Nada ni nadie podrá separarlos.
Una noche, estando el hijo en el hospital se le apareció borracho exigiéndole
fidelidad y amor eterno. Fue tanto el alcohol que no sabe cómo amaneció en una
de las camas de la habitación donde el hijo de apenas tres meses de nacido se recuperaba
de algo que después se supo era asma. A la mañana siguiente, como un
delincuente se escabulló entre los pasillos. Una enfermera con la que casi
tropieza volteó el rostro y fingió no verlo, él apresuró el paso. Después de
esa noche no ha podido dormir bien y se repite que el amor es un duende con el
nombre de ella.
El tren echa a andar. Él consigue un asiento que le permite ver a lo lejos
los campos cubiertos de nieve y las casas rusas que a poco aparecen y
desaparecen en la distancia.
Necesita un tiempo para poner en orden sus pensamientos, para aparentar ser
fuerte y despreocupado ante sus amigos. Para atender a sus instintos también.
VII
Raquel lo ha escuchado, pero no responde. Permanece pensativa. Después de
una pausa en la que ninguno de los dos quiere apartarse de sus pensamientos es
ella la que dice:
—Por fin hablas, por fin lo sacas de adentro de ti…
Él hace como que no la oye y le vuelve a decir muy bajo:
—No me esperaste, te casaste, no confiaste en mí.
Ahora el silencio tiene cuerpo y rostro y carne y sudor. Es una mole que
los consume a los dos. Cada uno pegado al celular escuchando la respiración del
otro. Imaginando al otro, intentando hallar respuestas sin conseguirlo. Los
segundos pasan majaderos, a su aire. Demoran cada centésima para hacerse más
densos, más pesados. No hay manera de que sea diferente. Nunca ha podido ser
diferente.
Ella quiere entender. Él quiere entender. Pero el acertijo de la vida no va
a ceder ni un palmo, tampoco esta vez... Los autos en la autopista pasan raudos y
la gente donde ella está camina mucho más aprisa. Es el mundo inmerso en sus
vaivenes inexplicables.
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