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Virgen
La vida es una
cabrona por más que uno se empeñe en pintarla de azulito.
Recuerdo el
bendito año: el noventa y tres. Y el campo de aromas. Eso y la guardarraya
polvorienta. También el calor insoportable y el hambre. Hacía tres días que
estaba yendo en mi bicicleta al mismo terreno a cortar un poco de aquellos
arbustos espinosos para mal tener con qué cocinarles unas yucas a mis hijos.
El hombre
apareció cuando casi estaba terminando de montar la carga de troncos de aroma
en la parte de atrás de mi bici. Se ofreció gentilmente para ayudarme y
acompañarme en el camino de regreso. Recelosa dije sí, por aquello de la buena
educación y las buenas normas. Pero no tenía que haberlo hecho. En tiempos de
hambre ser cortés es como entregarle los bates al mismísimo diablo.
Me dijo que se
llamaba José. Estaba tan flaco que se le podían contar las costillas. Una
calvicie prematura le hacía ver mucho más viejo de lo que realmente era. Yo
tampoco estaba en mis mejores tiempos a pesar de mis recién cumplidos treinta
años… Ni nalgas ni tetas, que el cuerpo en su afán por sobrevivir cuando hay
falta de comida se va tragando poquito a poco cualquier grasa acumulada.
José vivía en la
misma entrada del pueblo. Me insistió para que pasara a conocer a su mujer,
Virgen. Ella estaba sentada sobre un camastro, en medio de una habitación
pequeña y mal oliente, con la mirada perdida y el cuerpo sudoroso. Él solícito
la besó en la frente y le limpió la comisura de la boca que se veía mojada de
saliva. Yo sentí que el estómago se me revolvía, pero respiré hondo y dije:
—Hola Virgen,
pasaba por aquí y José me dijo que entrara por un vaso de agua y a conocerte.
Ella no contestó,
ni siquiera me miró. No se tomó ese trabajo. Para qué hacer ese esfuerzo si
donde ella estaba no hacía falta ni leña ni carbón. Y si le daban o no comida
de seguro que a ella le importaba poco.
José me alcanzó
el agua, en un jarrito de aluminio al que le faltaba el asa:
—Está caliente,
con estos apagones… imposible tener agua fría.
Y le escuché
pronunciar una palabrota entre dientes. Me tomé el agua y me fui a toda
carrera. Tenía necesidad de espantar los demonios de adentro de mí. De también
decir todas las malas palabras posibles, de gritarlas bien alto para apaciguar
mi desesperación.
Así durante casi
tres meses, José buscaba la forma de aparecerse para ayudar. A veces llegaba
justo cuando yo estaba amarrando la aroma, otras pasaba por mi trabajo para
avisarme de un nuevo monte en dónde se podía cortar un poco más fácil aquellas
espinas verdes que costaba Dios y ayuda para que prendieran.
Aquello se
convirtió en una rutina. De regreso paraba en su casa para tomar un poco de
agua, caliente. La temperatura en Cuba siempre es alta, por lo que el agua era
un caldo demasiado templado para refrescar, no obstante, yo sentía que me
ayudaba a que no me desmayara y eso que me caía en el estómago peor que un
plomo.
Virgen jamás se
inmutó ante mi presencia. Ella seguía en el limbo. Y José con su ternura de
siempre le limpiaba la boca y le acomodaba un poco el ripio de sábana
empercudida que sobresalía por debajo de ella.
En uno de los
montes de aroma hicimos un claro, pusimos en el suelo dos sacos de yute, una
reliquia que José conservaba, y un poco de hojarasca. Lo dejé que me quitara la
ropa, la escasa ropa. Qué el calor cubano no te permite usar tanto y ni que
hubiera tenido tampoco tanto para vestir. Era una sola muda y la lavaba con
agua, solo con agua todas las noches. Nada de que esto fuera una receta o un
milagro cubano. Era tan solo miseria. Solo eso.
Sentí el cuerpo
huesudo de José sobre mí. Lo abracé con fuerza, con ganas, con mis manos llenas
de ampollas y callos por el esfuerzo de cortar tanta aroma. Le arañé la espalda
y él aguantó como aguantan los hombres, enardecido por el deseo. Y cuando casi
estaba a punto de terminar con toda aquella excitación, en un movimiento brusco
la bicicleta de él, que había quedado a unos pasos de nosotros, se nos vino
encima. El machete que siempre llevaba ajustado al tubo horizontal vino a
ensañarse con su pecho desnudo.
Regresé sin José
por el vaso de agua de siempre. Y Virgen estaba en la cocina, de pie, con una
sonrisa medio rara, limpiándose con una toalla mugrosa la comisura de sus
labios.
No tuve fuerzas
para decirle nada.
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